sábado, 13 de diciembre de 2014

Fabiola, la majestuosa discreción de una Reina

Fue en el año 93 cuando a raíz de la muerte de su sobrino, Lorenzo de Mora y Narvaez, coincidí por primera vez con la reina Fabiola de Bélgica. Familia muy numerosa y de muchos y buenos amigos, la iglesia de la Orden Secular Padres de Schonstatt de la calle Serrano estaba abarrotada y yo, con un embarazo ya avanzado pero no notorio, escuchaba misa de pie en medio de un pasillo.
Algo cansada, miré a mi alrededor buscando inútilmente algún lugar donde apoyarme y me di cuenta de que a mi lado, en un banco cualquiera, había una religiosa y un puesto más allá (tuve que mirar indiscretamente dos veces, para dar crédito) la Reina de los Belgas.

Cuando su hermano, el Marqués de Casa Riera, padre del difunto, se dio cuenta de que ella estaba en medio de casi una multitud, la llamó al primer banco, pero ella se mostraba renuente a ir. Finalizada la misa, me senté, por fin un rato, en una mezcla de desahogo espiritual y descanso físico y entonces vi a unos hombres que miraban por todos los rincones de la capilla con inquietud. Comprendí la situación, en segundos. A un lado del altar había una escondida escalera que conducía a la habitación superior donde estaba el féretro y Fabiola había subido por ella a velar a su sobrino, sin avisar a los, hasta ese momento, invisibles escoltas.

Tras indicarles el camino que había seguido la soberana y observar con una sonrisa su tranquilidad, reflexioné sobre el poco boato que había exigido para sí misma la Reina. Ni una silla en el altar, ni un lugar destacado, ni escoltas en el oficio... nada. La corona en la puerta y la pena en las oraciones de una tía,  una más de la inmensa familia 'Mora'.
Al día siguiente, llegué a la redacción y escribí una breve reseña que titulé 'La majestuosa discreción de una reina'.

No fue esta la única que vez que la vi. Coincidí con ella en dos o tres ocasiones más, siempre en su entorno familiar, siempre en hospitales o entierros. En cada una de las ocasiones hubiera regresado a mi ordenador y habría reiterado mis palabras. Lo que  hoy hago, después de su muerte y funeral; y de nuevo digo: lo que siempre me impactó fue su discreción; la majestuosa discreción de una Reina



jueves, 2 de enero de 2014

Princesas con crinolina

Algún amigo me ha preguntado si las cosas que cuento en este blog son realidad o producto de mi fantasía y, si lo pienso, no es de extrañar que puestas sobre el papel y vistas con la pátina del tiempo, haya escenas que más parecen sacadas de un guión de cine, no sé si comedia, drama o thriller, que de una vida normal.


Y es que, sin ir más lejos, pensaba hace poco, con motivo del 50 aniversario, cómo si yo era poco más que una bebita recuerdo el asesinato de Kennedy y la conmoción que produjo en el mundo y mi única conclusión es que, por mi condición de hija pequeña, mucho más pequeña, debía estar siempre rodeada de mayores… políticos, intelectuales, periodistas, filósofos… idealistas… cosas de mi padre.


Y claro, en mi memoria infantil, yo vivo rodeada de princesas en una especie de vida ‘sureña’ donde los miriñaques dan paso a las crinolinas y los ‘slacks’, los recogidos a los cardados, los valses al twist y lo más importante: los pololos a los ligueros!!!


Y en esa vida mis princesas tienen nombre (un poco rimbombantes como no podía ser de otra forma) y apodos familiares: Pechocha, Mariju y Ketty: mis hermanas. Guapas, estilosas, elegantes, cariñosas, siempre cuidándome… las recuerdo estudiando, bailando, nadando, montando a caballo, pero sobre todo, arreglándose para las fiestas y abrochándose eso que definitivamente, para mí, debía ser el símbolo de la madurez... sí, sí, el liguero. Tal debía ser mi obsesión que una de ellas mandó hacer uno para mí y me lo ponían con algo parecido a medias/leotardo. Ellas me enseñaron a vestirme, a arreglarme, a peinarme y a maquillarme, aunque, pasado el tiempo, no sé si sus esfuerzos tuvieron mucho éxito. Y ellas, ellas dejaron de ser princesas para ser lo que son: tres reinas.


Como no podía ser de otra forma, mis princesas tenían novio, o tal vez novios, pero ¿quién se acuerda? Sólo sé que entre ellos estaban los tres que luego fueron mis cuñados: Ray, Alfonso y Octavio ¡Pobres! Ellos también me cuidaban y supongo que considerarían una pesadez llevar siempre a cuestas una enana flacucha de orejas grandes y boca enorme con ojos curiosos y muy charlatana que les cantaría, eso sí, en inglés, las canciones que aprendía en el Saint Patrick´s School y los aturdiría con mis ‘elegantes’ pasos de ballet al ritmo de Tchaikovsky. Eso, si no aludimos a las clases de piano que todas dábamos, de las que sólo recuerdo el nombre de mis primeras notas -domitila, rené, micaela- y de las que creo que sólo sacó jugo quien nunca recibió enseñanza: mi hermano Oscar; porque lo que es a mí, me sirvieron para poco más que aprobar flauta y tocar el Tamborilero con mi padre en Navidad mientras el redoblaba un tamborcillo. Pero quien sabe, ¡igual por aquello me gustan los nocturnos de Chopin!


Mis preciosas hermanas… Si mi madre estaba en el club jugando al golf, en clase de yoga, en el costurero, en un té, una recepción o jugando a la canasta, allí siempre estaban ellas. Me llevaban y me traían, me recogían y me paseaban. Aprendí lo que me gustaba la leche en polvo, me subí a una trilladora, observaba mientras hacían maquetas, bailaba con sus futuros suegros  la raspa, disfrutaba con sus pequeños cuñados u observaba a ‘los tíos’ jugar largas partidas de Parqués (parchís) . Si en una finca ordeñaban, en una planta pasteurizaban y si no, un loro cantaba: palo,palo palo, palito palo, palo eh!!! Pero aunque a ellos dedique otro capítulo, justo es decir que quienes me enseñaron a montar a caballo, a disfrutar del ajedrez o al backgamon, quienes jugaban conmigo al escondite y prácticaban Kárate, quienes me llevaron por primera vez a esquiar o me sacaban a bailar fueron mis hermanos, los chicos. Ventajas de ser la pequeña entre tantos, cada uno puso en mí un pequeño grano. Lo de cortarme el pelo a lo ‘garçon’ como Mary Quant o Twiggi, con cinco años, mejor lo olvidamos!!!!


La gente se sorprende de que estudiáramos inglés, de que las mayores fueran a la universidad a los Estados Unidos, de que aprender a conducir fuera obligado -aunque a algún novio le costara algún disgusto-, que tuviéramos que bailar, hacer deporte y comportarse con corrección, además de aprender a saludar a excelentísimos, ilustrísimos, monseñores y altezas.


No cantábamos, menos mal, porque si no me imagino en la peor de las pesadillas como los hijos de Von Trapp, cuando nos obligaban a salir a saludar en fiestas y recepciones, de día, de tarde o de noche, al son de la única letra que me sabía completa: “Do a deer a female deer, Re a drop of golden sun, Mi a name I call my self…” Y sí, también me la sé en español, pero eso fue muchos años después.


Dos años después y aún me haces falta

Cuando era pequeña, e incluso mayor, solía leer un libro de poesías que mi padre publicó de joven y que se titula 'Mi alma es así'. En él, dedicaba un texto a su madre o, mejor dicho, al riguroso luto que, entonces, se guardaba por los seres queridos...

"...Y dice la sociedad
que el luto dura dos años
dos años dura no más
mi traje negro de paño
de paño negro mamá...!

Y me impresionaba pensar cómo alguien puede estar DOS AÑOS, vistiendo dolor por un familiar.

Pues bien, papá, esta madrugada hará 730 días desde que faltas y no perdono el tiempo, ni consigo comprensión para una tristeza que lejos de disminuir aumenta. Es verdad que raro es el día que no pienso en ti y me sorprendo con los ojos en lágrimas; pero, si te soy sincera, si te recuerdo postrado en un sillón, sumido en ¿el dolor? ¿la incapacidad? ¿la tristeza? Prefiero saberte a mi lado, de nuevo vivo y activo; protegiéndome, cuidando a mamá, a mis hermanos, a mis hijos... ayudándome en el trabajo, a recuperar la salud o a superar los malos tragos.