viernes, 27 de agosto de 2010

La legitimidad de Letizia y el bofetón de Emmanuella Dampierre

Recibí una llamada de una amiga periodista un puente en el que me acerqué a Alicante para ver a mi familia (de mi FAMILIA alicantina habrá mucho que decir y todo bueno); me contaba, en primicia, que el principe Felipe iba a anunciar su compromiso con una compañera de TVE y quería saber si yo había coincidido con ella trabajando. Pero no, eran muchos los amigos en común aunque yo salí de TVE antes de que ella llegara. Sin embargo, no pude ocultar mi sorpresa y, tal vez, mi indignación.
Según daban la noticia, a mi memoria acudían los recuerdos de toda una vida, la lucha de mi padre (y la de tantos otros), el sentido de una Institución, las expectativas de Don Juan con respecto a su nieto, el significado de matrimonio morganático...

Y es que, a lo largo de toda una vida, todos y cada uno de los Bernat, allegados y amigos escuchamos a mi padre, una y otra vez, su detallada explicación sobre lo que es un matrimonio morganático y por qué los aspirantes al trono de España no podían contraer matrimonio con 'cualquiera'. Y otras tantas veces le oímos contar como Emmanuella Dampierre, la madre del Duque de Cadiz y de Gonzalo de Borbón, esposa de Don Jaime, por ello le había dado una bofetada en un café de la Vía Veneto (Roma).

lunes, 23 de agosto de 2010

El milagro de Pio XII

No sé exactamente el año en que ocurrió, pero sé que mi padre recorría Europa dando conferencias tras descubrir el tratamiento de la piorrea alveolar. La prensa de la época aseguraba que el Papa, entonces Pío XII, lo había llamado para que lo atendiera, pero realmente no fue así. Éllos estaban en Italia, tenían audiencia privada y aprovechando su presencia en Ciudad del Vaticano, los odontólogos del Papa le realizaron una consulta sobre algún tratamiento que en aquel momento tenía el Santo Padre.

Pero, en cambio, sí ocurrió algo impresionante y asombroso que ha quedado escrito en los anales. Mi hermana (la misma de la que he hablado hasta ahora), que sólo tendría tres o cuatro años y que estaba al cuidado de mis tíos en España, enfermó de gravedad. Tanto, que al dejar de comer y no haber recibido alimento durante varios días, mis tíos decidieron llamar a mis padres para explicarles la situación y apremiarles en su regreso.
Cumpliendo con la agenda prevista y a la espera de acontecimientos, ellos acudieron a su cita con el Papa. Durante su conversación le contaron la angustia que estaban viviendo y, entonces, Pio XII, se recogió y rezó por la niña.

Al regreso al hotel,

domingo, 22 de agosto de 2010

La pasión por el esquí

Supongo que para quien ha vivido siempre en lo que geográficamente se denomina 'Zonas Templadas' es muy difícil entender lo que fue para mí ver por primera vez nevar. Estaba enferma, supongo que con una hepatitis que, según las costumbres de entonces, me retuvo en cama varios meses. Vivíamos ya en Madrid en la calle Rafael Salgado y desde la ventana de mi cuarto, además del jardín anterior del edificio sólo veía el Santiago Bernabeu (aún sin reformar). Aquello me pareció el espectáculo más increíble del mundo. La nevada era copiosa y las anchísimas aceras tanto de la calle como del estadio fueron paulatinamente quedándose blancas.
Llegado un momento, a mi madre le debió de dar pena verme mirar durante horas por la ventana, sintiendo copos intangibles caer sobre mí o los indoloros golpes de las bolas que se tiraban mis amigos y, tras ponerme infinitas capas de ropa, me permitió bajar a jugar.
Días más tarde, la noche del 5 de enero de 1971, con la excitación de la llegada de los Reyes, me levanté a media noche sin avisar. En el salón estaban mis padres, mi hermana Ketty, mi cuñado... poniendo los regalos junto a los zapatos; sin embargo, no me dolió evidenciar algo que ya suponía (mis amigas mayores me lo habían dicho mil veces) porque allí, entre decenas y decenas de cosas -entre otras un libro de Puck-, estaba mi primer equipo de esquí.
Callada y sin hacer ruido, volví a la cama a la espera de que llegara la mañana.

El esquí, desde entonces,

sábado, 21 de agosto de 2010

Lejos de los secuestradores

En 1992 publiqué un reportaje atroz sobre los colombianos secuestrados y el síndrome de infelicidad que viven sus familias (recuerdo que recogía una frase de una víctima que decía que no se permitía el lujo de reírse porque si lo hacía parecía que estaba burlando el horror que su familiar vivía en algún lugar del monte o de la selva); eso fue antes de que mi admiradísimo García Márquez contara magistralmente la historia de un secuestro nunca sentido en carne propia, que la liberación de Ingrid Betancourt abriera al mundo los ojos o que Pastrana y Uribe consiguieran que los telediarios de todo el planeta hablaran sobre el tema. El por qué de aquel reportaje, lo contaré en otro momento.
Los años 60 en Colombia, si no eran dulces, no parece que fueran tan terribles como las décadas que se han vivido a posteriori con las FARC, el ELN, el narcotráfico, el narcoterrorismo, etc. en plena ebullición; pero ya existía la extorsión y el secuestro.
Después de que estallara aquel artefacto, las llamadas amenazazantes continuaron.

jueves, 19 de agosto de 2010

Una bomba en casa

No recuerdo la disposición de aquella casa en Bogotá porque no sé si había nacido -mis recuerdos de aquellos años se confunden entre la memoria y los relatos-; pero lo que sí sé es que mi padre tenía la consulta dentro de la misma vivienda (la tuvo casi siempre mientras residimos en Colombia).
Una tarde, por algún motivo que desconozco -no era algo prohibido pero tampoco usual o permitido-, mi hermana la mayor, mi hermanísima, había entrado en la consulta a alguna hora en que mi padre ya no estaba trabajando. Al salir, cerró la puerta sin reparar en una bolsa que alguien había dejado en la sala de espera. Solo habían transcurrido unos minutos cuando... ¡Boom! El artefacto estalló.
La bomba no causó muertos ni heridos, pero impactó psicológicamente en todos los miembros de la familia. Terrorismo se llama ahora, entonces no sé si estaba tan periodística y políticamente tratado, aunque lo que está claro es que sólo pretendían hacernos daño sin un por qué, sin lógica alguna, sin razón, aunque... ¿la tiene alguna vez? En los viejos tiempos, en Bogotá la gente aparecía muerta con la garganta rajada y la lengua que había sido extraída  por el susodicho hueco, colgando a modo de corbata.
Cuando bautizaron a mi hermana, la protagonista de este episodio y de muchos otros en mi vida,

miércoles, 18 de agosto de 2010

A los pies del Rey, Don Juan III

Regresamos a España en cuanto se dictó la Ley de Sucesión. Mi padre creía que había llegado la hora de la Monarquía, la causa a la que había dedicado su vida y por la que somos una familia dividida y separada.
Los leales debían regresar (ya podían) y demostrar a Don Juan, 'el Rey', que estaban a su lado.
El invierno en Madrid era duro para una niña criada en el trópico, recuerdo mi sensación de frío cuando se abrió la puerta del avión.No sé si nevaba pero, si no lo hacía, lo parecía. Era un cuatro de diciembre.
Que todo cambió para mí, es una evidencia. El día anterior había dicho adiós a mis hermanas mayores en una despedida que fue para siempre (nunca más hemos vuelto a vivir todos juntos) y llegaba a una ciudad en la que durante un tiempo todo fue hostil. Vivíamos en un hotel en La Gran Vía y mi padre compró el Mercedes blanco en el viajamos hasta Portugal.
Don Juan lo recibió en audiencia y al salir sólo dijo a mi madre antes de romper a llorar: "el señor ha dicho que debemos trasladar las lealtades a su hijo".

La muerte de Pilar Arias Lamproy

No recuerdo bien cuando empezó a cambiar. Tal vez aquellas vacaciones en Marbella, tal vez un montón de novios inadecuados, el poderío de parar el tráfico de Madríd, exceso de dinero, unos padres con vida propia... no sé.
El 11 de octubre de 1986 su madre entró en el baño y la encontró tirada detrás de la puerta, el intento de reanimación fue inútil, la droga había sido superior a ella. Llevaba tiempo curándose. Lela y Alfonso permanecían vigilantes y la cuidaban como a la princesa delicada que era. Una noche, creyéndola dormida, su madre, la impresionante Heleny Lamproy (Lela) cayó rendida por el sueño. Teníamos 24 años. La última vez que la vi con vida fue el día de mi boda; recuerdo que no se separó de mí ni un momento. Me acompañó a llevar flores a la Virgen del colegio y rezó a mi lado. Juntas escuchamos el canto que para mí entonaban las monjas, juntas y de rodillas ante el altar en el que cuatro meses después yo  leería la epístola de su funeral.
Pilar Arias Lamproy fue una de mis dos mejores amigas. Su belleza era exótica, su capacidad inagotable. Mi familia y mi vida más clásicas, la suya imparable. Se enamoró de José Cristobal Martínez Bordiú con poco más de 20 años y la prensa, los modistos, sus nuevos amigos (famosos de entonces y de ahora), la convirtieron en protagonista del cuché. Ella se sintió una nietísima.
Un par de años más tarde, las hermanas García Obregón, la acusaban de que su nuevo amor, su hermano Javier, llevaba una mala vida por su culpa. Yo no creo que fuera así, pero cuando uno está muerto y el otro rehízo oportunamente su vida, de qué sirve plantearnos quién arrastraba a quién. La única verdad: se querían.

Miedo, mucho miedo

Antes de tirar un día la toalla o de que mi memoria me juegue una mala pasada, me gustaría dejar por escrito todos esos pequeños momentos que componen la historia de una vida; una vida nada especial pero llena de cosas en particular; Tan común como diferente, tan fácil como dura, tan vulgar como especial, tan ínfima como sublime, sencillamente... la mía.
No pretendo redactar una autobiografía, no lo merece; ni siquiera realizar una cronología de hechos, tampoco fueron tan trascendentes, sólo tener algo a lo que agarrarme para poder recordar cuando ya no haya noticias, ni horarios, ni compañeros, ni padres que me cuenten, ni hijos que me acompañen, ni marido con quien batallar.
Antes de amanecer en declive, de empezar a numerar una nueva década, de que sea más corto mirar hacia delante que hacia atrás me gustaría recordar, sólamente recordar.

Mi vida empezó en Bogotá (Colombia) con un padre grande en el exilio, una madre preciosa, cinco hermanos mayores (muy mayores), una familia social y económicamente posicionada y una casa de la cual sólo recuerdo unas enormes escaleras.
Paradójicamente, a los pocos días de mi nacimiento nombraron a mi padre cónsul de España en Santa Marta (sí, la que no tenía tren) y contrataron para cuidarme una niñera de color que no sé que me inspiraría pero cuentan que cuando se acercaba a darme el biberón (tetero se llama en Colombia), yo me tapaba la cara con la manita y sólo abría dos dedos para mirar. ¡Hoy alguien me acusaría de ser una bebé xenófoba! Pero lo cierto es que valdría el ejemplo para demostrar que determinadas actitudes de los humanos son viscerales y que son sólo miedo a lo diferente, a lo desconocido... tal vez a la ignorancia.
Por lo demás, si tuviera que resumir mi primera infancia con una palabra, ésta sería MIEDO.