jueves, 2 de enero de 2014

Princesas con crinolina

Algún amigo me ha preguntado si las cosas que cuento en este blog son realidad o producto de mi fantasía y, si lo pienso, no es de extrañar que puestas sobre el papel y vistas con la pátina del tiempo, haya escenas que más parecen sacadas de un guión de cine, no sé si comedia, drama o thriller, que de una vida normal.


Y es que, sin ir más lejos, pensaba hace poco, con motivo del 50 aniversario, cómo si yo era poco más que una bebita recuerdo el asesinato de Kennedy y la conmoción que produjo en el mundo y mi única conclusión es que, por mi condición de hija pequeña, mucho más pequeña, debía estar siempre rodeada de mayores… políticos, intelectuales, periodistas, filósofos… idealistas… cosas de mi padre.


Y claro, en mi memoria infantil, yo vivo rodeada de princesas en una especie de vida ‘sureña’ donde los miriñaques dan paso a las crinolinas y los ‘slacks’, los recogidos a los cardados, los valses al twist y lo más importante: los pololos a los ligueros!!!


Y en esa vida mis princesas tienen nombre (un poco rimbombantes como no podía ser de otra forma) y apodos familiares: Pechocha, Mariju y Ketty: mis hermanas. Guapas, estilosas, elegantes, cariñosas, siempre cuidándome… las recuerdo estudiando, bailando, nadando, montando a caballo, pero sobre todo, arreglándose para las fiestas y abrochándose eso que definitivamente, para mí, debía ser el símbolo de la madurez... sí, sí, el liguero. Tal debía ser mi obsesión que una de ellas mandó hacer uno para mí y me lo ponían con algo parecido a medias/leotardo. Ellas me enseñaron a vestirme, a arreglarme, a peinarme y a maquillarme, aunque, pasado el tiempo, no sé si sus esfuerzos tuvieron mucho éxito. Y ellas, ellas dejaron de ser princesas para ser lo que son: tres reinas.


Como no podía ser de otra forma, mis princesas tenían novio, o tal vez novios, pero ¿quién se acuerda? Sólo sé que entre ellos estaban los tres que luego fueron mis cuñados: Ray, Alfonso y Octavio ¡Pobres! Ellos también me cuidaban y supongo que considerarían una pesadez llevar siempre a cuestas una enana flacucha de orejas grandes y boca enorme con ojos curiosos y muy charlatana que les cantaría, eso sí, en inglés, las canciones que aprendía en el Saint Patrick´s School y los aturdiría con mis ‘elegantes’ pasos de ballet al ritmo de Tchaikovsky. Eso, si no aludimos a las clases de piano que todas dábamos, de las que sólo recuerdo el nombre de mis primeras notas -domitila, rené, micaela- y de las que creo que sólo sacó jugo quien nunca recibió enseñanza: mi hermano Oscar; porque lo que es a mí, me sirvieron para poco más que aprobar flauta y tocar el Tamborilero con mi padre en Navidad mientras el redoblaba un tamborcillo. Pero quien sabe, ¡igual por aquello me gustan los nocturnos de Chopin!


Mis preciosas hermanas… Si mi madre estaba en el club jugando al golf, en clase de yoga, en el costurero, en un té, una recepción o jugando a la canasta, allí siempre estaban ellas. Me llevaban y me traían, me recogían y me paseaban. Aprendí lo que me gustaba la leche en polvo, me subí a una trilladora, observaba mientras hacían maquetas, bailaba con sus futuros suegros  la raspa, disfrutaba con sus pequeños cuñados u observaba a ‘los tíos’ jugar largas partidas de Parqués (parchís) . Si en una finca ordeñaban, en una planta pasteurizaban y si no, un loro cantaba: palo,palo palo, palito palo, palo eh!!! Pero aunque a ellos dedique otro capítulo, justo es decir que quienes me enseñaron a montar a caballo, a disfrutar del ajedrez o al backgamon, quienes jugaban conmigo al escondite y prácticaban Kárate, quienes me llevaron por primera vez a esquiar o me sacaban a bailar fueron mis hermanos, los chicos. Ventajas de ser la pequeña entre tantos, cada uno puso en mí un pequeño grano. Lo de cortarme el pelo a lo ‘garçon’ como Mary Quant o Twiggi, con cinco años, mejor lo olvidamos!!!!


La gente se sorprende de que estudiáramos inglés, de que las mayores fueran a la universidad a los Estados Unidos, de que aprender a conducir fuera obligado -aunque a algún novio le costara algún disgusto-, que tuviéramos que bailar, hacer deporte y comportarse con corrección, además de aprender a saludar a excelentísimos, ilustrísimos, monseñores y altezas.


No cantábamos, menos mal, porque si no me imagino en la peor de las pesadillas como los hijos de Von Trapp, cuando nos obligaban a salir a saludar en fiestas y recepciones, de día, de tarde o de noche, al son de la única letra que me sabía completa: “Do a deer a female deer, Re a drop of golden sun, Mi a name I call my self…” Y sí, también me la sé en español, pero eso fue muchos años después.


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